Lo que pasó el jueves no pasa en absolutamente ningún lugar de este mundo. Es válido empezar por ahí, porque sirve de referencia para el análisis global.
Que un vicepresidente vote en contra de su gobierno; que lo haga a seis meses de iniciado éste; que lo ejecute en una instancia crucial para la suerte de la fuerza que integra; que no sólo no haya tenido la ética de renunciar, sino que porte la amoralidad de decirle a su compañera de fórmula que aquí no ha pasado nada y que quiere seguir a su lado hasta el 2011; que el conjunto de los periodistas de la Patria Mediática, siempre horrorizados por la prostitución ideológica de “los políticos” y alucinados con Borocotó hasta ayer nomás, rescate casi sin eufemismos los huevos que tuvo Cobos... Borges y Groucho Marx hubieran quedado boquiabiertos. Haber cruzado este límite surrealista es la pauta de la monumentalidad de los errores del Gobierno y de la magnitud del enemigo. Dijo un funcionario kirchnerista: “La primera vez que tocamos intereses concretos del poder, del poder real, lo único que se nos ocurrió fue enfrentarlos con el bombo y la marcha peronista. Así que nos pasó lo que nos tenía que pasar”.
Esa primera persona del plural es un elemento muy interesante. De qué hablan algunos cuando hablan de nosotros. Y de qué hablamos muchos de nosotros cuando nos referimos a ellos. Cuando desde el oficialismo citan el nosotros, lo hacen munidos de un sentido marcadamente excluyente, que se reserva la apropiación pero sobre todo las consecuencias de toda victoria, derrota, disposición o gesto político. Esa es en verdad la soberbia preocupante. Ese desprecio acerca de que las decisiones que toman, o la forma de implementarlas, no los afecta solamente a ellos, sino al grueso de quienes ellos dicen representar con dirección progresista. Y en analogía, tras el Waterloo del jueves, se escucha a muchos progres que pasan la factura por el número de estropicios oficialistas. Todo lo que se reprocha es cierto. Que se jodan por aliarse con radicales, que tienen el invicto histórico de terminar, siempre, traicionando. Que se jodan por haber apostado a la estructura mafiosa de los barones del conurbano. Que se jodan por no haber abierto el juego por afuera del PJ. Que se jodan por la admirable ingenuidad de mandar el proyecto al Congreso. Que se jodan por apoyarse en la burocracia de la CGT y no darle personería a la CTA. Que se jodan por su estilo capanga de conducción. Que se jodan por no profundizar la afectación de otros bloques de la clase dominante y acabar sin pan y sin torta. Todo correcto. Pero resulta que a la par del kirchnerismo se jodió, precisamente, la muy tibia posibilidad de seguir avanzando en un modestísimo proceso de pequeños cambios que es, al fin y al cabo, el paso tolerable para esta sociedad. Ahora la salida es posible claramente por derecha, por lo peor de la derecha, y lo que se jodió está lejos de ser sólo el kirchnerismo. ¿Dónde ponemos el no- sotros, entonces, y dónde el ellos?
Alguna parte de esa lógica de escupir para arriba, sin reparar o sin que importe que el salivazo caiga en un radio mucho más amplio que el de origen, tal vez les quepa a algunos de los que hoy creen, de buena fe, que el jueves ganó “la democracia”, o “la moderación”, o “el consenso”. O la buena fe, justamente. Alguien, pocos, varios de quienes no soportan a este Gobierno, o de quienes frente al conflicto puntual decidieron estar enfrente, deben haber dudado del sincero corazón de Cobos cuando a las pocas horas de votar se trepó al auto para recoger la adhesión chacarera. Debe ser un hallazgo o hecho psicológico de fuste que al rato de vivir el momento más difícil de la vida uno ande feliz por las rutas argentinas, mostrándose para la foto. Tiene que haber generado algo en la gente de buena fe verlo a Llambías cantando la marcha peronista con Luis Barrionuevo (igual que verlo a Saadi votando el proyecto oficial, nadie dice lo contrario). Alguno debe haber capaz de conmoverse un poquito por haberle llamado “dictadura” al único oficialismo del mundo cuyo vicepresidente le vota en contra y lo hiere de muerte, quizás, porque terminó siendo que semejante dictadura es tan torpe que ni siquiera tenía información de lo que podría ocurrirle en el Congreso.
Cupo recordar por estos días una definición de Gramsci: Es hegemonía cuando una clase, o fracción de una clase, logra convencer al resto de las clases, o fracciones de clase, de que sus intereses particulares son los intereses generales. Eso, exactamente eso, es lo que acaba de (volver a) consumarse en la Argentina. Pero no en la madrugada del jueves. Y ni siquiera desde marzo último, cuando en la conjunción de los desatinos gubernamentales, y el aprovechamiento de ellos por parte de la fracción gauchócrata-mediática, comenzó a tejerse el entramado que Julio Cobos coronó con la teatralización de su cinismo supremo. Esto viene y se repite desde hace más de 30 años. Es la victoria de las patronales de los milicos. Son los 30 mil desaparecidos para que se haya logrado juzgar y encarcelar a los genocidas, pero no revertir la fenomenal derrota política que supone el terror de las clases medias y populares a cualquier vía de tímidos cambios alterativos del humor de los privilegiados. Cobos y los pusilánimes que priorizaron sus hectáreas, sus chacras, la tranquilidad del vermucito y la siesta cuando vuelven al pago, la defensa falsa del funcionamiento institucional para que la coreografía periodística los ampare, traicionaron acuerdos políticos de circunstancia. Fueron infieles, pero no desleales. Debajo de la superficie –o bien arriba, en realidad– respetaron a rajatabla su cuadro de valores ideológico: no apartarse jamás de los que estarán siempre, de los que tienen la plata del poder verdadero. Los demás van y vienen, llámense Kirchner o como sea. Los Llambías y los Miguens no. Ellos están siempre. Ellos y el tilingaje que quiere ser como ellos y nunca lo será. Los pobres y el medio pelo que piensan con la cabeza de los ricos son el reaseguro de esta gente.
Ganaron otra vez, aunque en esta oportunidad no corresponde felicitarlos porque la mayor y mejor parte del trabajo la hizo el Gobierno. Les resta la rearticulación de sus fuerzas políticas y entronizar al Menem Blanco, que bien podría ser el propio Cobos, ahora que es el héroe nacional de la gran familia argentina. Los rentistas agrarios, los periodistas del sentido común, la Sociedad Rural, Lilita, Monsanto, las patrullas troscas que les proveen cotillón, Duhalde, los radicales, Macri. Es eso. No hay comandos civiles, ni grupos de tareas ni ninguna de las afiebradas fantasías con las que Kirchner tiró sus últimos manotazos.
El golpe es la repetición de la derrota cultural. Ese sí. Terminan de concretarlo. Que cada quien se haga cargo de la parte que le toca.
Eduardo Aliverti (Página 12 – 21.07.2008)
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